Las mujeres queremos héroes. Es así.
Es un comprobable empírico. Un observable de la clínica. Un axioma. No me venga con pavadas de la sensibilidad y esas cosas. Hasta la mayor admiradora de las poesías recitadas a la luz del ocaso quiere un héroe que la salve de peligros.
Claro que estos peligros ya no son lo que eran, pero todavía existen: los insectos voladores o rastreros, los ratones y las cosas pesadas que no podemos levantar son una buena excusa para dejarnos rescatar por nuestros caballeros.
Los hombres, por su parte, asumen con orgullo ese lugar. No hay uno que no quiera aparecer como una especie de Batman frente a la mujer que ama (o pretende).
Ahora bien: la condición de superhéroe se legitima a partir de un detalle. No, no es la existencia de un villano. No, tampoco es la defensa de valores esenciales. Menos aún un trauma originario.
La condición que constituye a un superhéroe como tal es la presencia de un observador. De un observador femenino, por supuesto. No hay mérito en que el Cacho vea cómo aplasta una asquerosa cucaracha, máxime si Cacho es capaz de lograr que haga más ruido.
A mi modesto entender, ésta es la explicación de la necesidad de la presencia de la mujer cuando el señor del hogar decide que va a reparar algo en la casa.
Suele suceder que el hombre que luego de haber postergado la cuestión durante un par de meses, decide realizar un arreglo doméstico de cualquier envergadura (cambiar un cuerito, arreglar la puerta de la alacena, reparar el tubito flexible del bidet, o rasquetear una pared) requiere que la mujer se quede a su lado “ayudando”.
¿Qué significa “ayudando” en este marco? Es claro que no se trata de dar indicaciones técnicas de cómo emparejar los cables (blanco-azul, blanco-naranja, blanco-verde…), de ser así, lo haríamos nosotras. Tampoco se trata de sostenerle la carcasa del calefón, porque pesa, y además, se quiebran las uñas (y nadie quiere eso, ¿verdad?)
¿Entonces?
“Ayudar” en este caso, es legitimarlos como superhéroes. Una debe quedarse cerca del lugar donde están trabajando y aplaudir. No, a ver, no sea concreta. No se ponga a aplaudir, querida. Es un sentido figurado. Tiene que tener la actitud de aplauso.
¿Cómo lograr la mencionada actitud? Siga estos sencillísimos consejos:
1- Párese en la puerta del ambiente donde se desarrolle la actividad. Muestre que lo admira por emprender tan ímproba tarea.
2- Mírelo permanentemente. Intente poner una cara de asombro creíble. Como si él estuviera resolviendo una ecuación espacial o algo similar. Asegúrese de que él no la vea mientras pispea la novela de reojo.
3- Alcáncele lo que le pida, pero mal. Si le pide un destornillador Philips, entréguele uno plano. Si le pide una llave inglesa, alcáncele una pico de loro. Asegúrese primero de aprenderse los nombres de las herramientas, para poder ofrecérselas mal y que él pueda corregirla.
4- Evite, una vez terminada la chapuza ( perdón, el trabajo) protestar porque dejó todo “hecho una mugre, al final tanto lío por un cuerito”
5- Agéndese mentalmente llamar el lunes al plomero, pintor o profesional que corresponda. Argüir que “ justo pasó el portero y lo apretó un poco nada más, porque había quedado una gotita”
Luego, una bebida fresca, una picadita variada, y listo el pollo. Durante el resto del día haga mención al hecho. Será de buen gusto decir, por ejemplo: “qué suerte que lo pudiste arreglar…ya estaba cansada de que se cayera la puerta del vanitory, no lo podía usar para nada”.Y si se presenta la oportunidad, no dude en elogiarlo delante de sus amigos contando la hazaña (puede exagerarla un poco, sería una licencia poética), su amiga sabrá poner la cara que corresponde y entre ellos minimizarán el asunto. Es lo que indica el guión.
De esta sencilla manera, usted y su hombre se aseguran largos años de armonía familiar. Él salvándola, y usted dejándose salvar. Bueno, no es sólo con eso…pero por algo se empieza.