Cobarde



Some break the rules, and live to count the cost 
The insecurity is the thing that won't get lost 

Howard Jones. 
Fragmento de "No one is to blame"



Sé de sobra que te herí sin ninguna necesidad y de la manera más cruel. Y aunque hoy a la distancia miro atrás y con condescendencia trato de convencerme que era inevitable, que esas torpezas que cometí fueron fruto de mi inexperiencia, la culpa está siempre ahí, torturándome. Yo no quería hacerte sufrir tanto, al contrario, yo creía ¡maldito estúpido! que de esa forma tu dolor iba a ser menor. Pero me engañaba, lo que en verdad  yo no quería era enfrentarme a la cruda verdad de que el momento de decir adiós había llegado. Fui un cobarde en toda la extensión de la palabra. Por eso no me atreví a cortar por lo sano, a ser más duro.

Hoy ha pasado mucho tiempo y aunque no me enorgullezco de eso, creo haber aprendido que algunas cosas conviene no dilatarlas en el tiempo. De la manera más difícil aprendí que el golpe más brutal duele sólo un instante, mientras que una molestia ínfima que se prolonga en el tiempo es una tortura. Como cuando se toma una medicina de sabor desagradable, o como cuando uno se da un chapuzón el el mar y el agua está fría. Hacerlo gradualmente es prolongar innecesariamente el sufrimiento. Y eso, precisamente eso, es lo que hice con vos.

¡Lamento tanto que nunca vayas a leer estas palabras! Sé que merezco tu desprecio, pero aspiro a .. ¿que me comprendas?....¿tu indulgencia?.. .no sé...¡Diablos! ¡Es tan difícil! En mi defensa, solo puedo esgrimir que tanto vos como yo somos marionetas del destino, que nos unió en el lugar y en el momento equivocados. Ni vos ni yo estábamos preparados para lo que vendría después ¡Qué distinto sería nuestro encuentro hoy! ¿Cómo demonios hago para sacarte de mi mente?

¡Maldita sea!

Pocos saben, pocos siquiera se imaginan, lo difícil que es convertirse en un asesino a sueldo profesional.

Bigudia. Miserias Mínimas II.





Acápite: Segunda entrega de 'Bigudia'. Saga de miserias mínimas.




EL DILEMA

Martina tiene un dilema. No es un dilema demasiado complejo, y tampoco merece un sitio de privilegio en el podio de la originalidad, pero lo cierto es que a ella, como mujer, la aflige, la mortifica y la agobia. Y entiende bien, Martina, que los dilemas que ejercen esa clase de presión sobre el espíritu deben ser resueltos con la máxima celeridad, sobre todo si se pretende evitar que hallen el camino, la forma o la manera de manifestarse en el físico, que es, tal como la modernidad nos ha enseñado, el tesoro más preciado que posee cada Ser Humano que habita esta tierra.

‘¡A lo nuestro sin más!’ exclamará usted ahora, viéndose venir una de esas introducciones eternas en las que suelo plantear cualquier cosa menos el dilema en cuestión.

Bien, se equivoca. A lo nuestro iba antes de que me interrumpiera con sus modos intempestivos. Dedíquese más a leer y menos a hablar o exclamar, hágame la caridad.

Martina tiene dos pretendientes. Dos pretendientes bien distintos, claro está. Con virtudes y carencias que, como suele suceder en estos casos, se complementan casi a la perfección, arrojando sobre la mesa un problema de asombrosa simetría. Hemos dicho ya —creo recordar— que no es precisamente la originalidad el punto más destacado de su dilema, pero es lo que hay, y a ello nos avocaremos con genuina concentración y estricto profesionalismo.

Sergio tiene cuarenta años, es soltero y preside una empresa que ha sido propiedad de su familia por casi un siglo, donde fabrica no se qué pieza irreemplazable para no sé cuál máquina industrial (él lo cuenta con tan poca gracia que Martina jamás logra asimilar la información), hecho que lo hace prácticamente inmune a los vaivenes de la economía nacional. Maneja un BMW último modelo y si no es multimillonario le pega en el palo y recorre la línea.

De corta estatura, algo regordete y con una calvicie en franco desarrollo, compensa sus desventajas físicas con una personalidad fuerte, mucha extroversión y un humor picante, al borde de la acidez. Sin embargo, lo que más repercute en la mente de Martina es su cuerpo cubierto de vello. Un vello corto, negro y enrulado que abarca la integridad del pecho, abdomen, hombros, brazos, espalda y buena parte del cuello, y que recién comienza a ralear en la zona de las nalgas para desaparecer casi por completo por debajo de las rodillas. Un vello que opera como estufa cada vez que hacen el amor, produciendo verdaderos océanos de sudor que distribuyen y adhieren cerca de una veintena de náufragos entre los pechos, vientre y caderas de ella cuando él por fin decide separar el torso brilloso para echarse a descansar a un lado de la cama. Eso la pone de mal humor. Eso y también ese ruidito como de roedor o mamífero pequeño que hace con la boca entreabierta y los dientes apretados en su oído cada vez que tiene un orgasmo. Sin embargo son detalles, se dice. En el fondo siempre son detalles y hay que aprender a convivir con ellos.

Manuel tiene treinta y nueve años, es divorciado dos veces, tiene una hija del primer matrimonio y, cuando no se queda dormido, toca la guitarra en la banda de sus primos. Cerrame la cuatro se llama la banda, y a fuerza de presentarse en los sitios más recónditos ha logrado cierto éxito en la franja adolescente. Vive en un departamento de dos ambientes en Barracas, maneja un ciclomotor Zanella y suele apelar a una mezcla de imaginación, privaciones y suerte para llegar con algo de dignidad a fin de mes.

De más está decir (además ya lo hemos dicho) que Manuel es, hablando en términos físicos, todo lo contrario de Sergio. Pero lo que más repercute en la mente de Martina es su pulcritud a la hora del asunto amatorio. No es que la someta a un sexo ascético, falto de condimentos, sino todo lo contrario. Siempre le regala experiencias vertiginosas, extensas y repletas de creatividad, y sin embargo su físico no acusa recibo. Es esa la pulcritud que llama tanto la atención de Martina. Sería lo mismo si ahora no se duchara, y yo acá, hecha una porquería, piensa siempre echada boca arriba en la cama mientras lo observa fumar un cigarrillo. Eso la pone de mal humor. Eso y también ese silencio que se instala en el ambiente cada vez que él comienza a buscar la manera de dar por terminado el encuentro. Sin embargo son detalles, se dice. En el fondo siempre son detalles y hay que aprender a convivir con ellos.

Martina echa un poco de parmesano sobre la rúcula y vigila las dos milanesas que está horneando mientras mira por la ventana. Lo cierto es que está conforme con el departamento. Con la vista al parque. Con su auto usado modelo 2008 y con los quince días al año en Mar del Plata. Es algo muy parecido a la felicidad.

De pronto se vuelve y observa al hombre que aguarda sentado a la mesa. Con respecto a tu propuesta —dice—, acepto. Llevamos muchos años juntos y creo que deberíamos casarnos.

A Santiago le brillan los ojos.

Y esto es todo lo que he venido a decir, como siempre sin emitir ningún juicio de valor.

‘¡Pero entonces los otros dos no son pretendientes, son amantes!’ exclamará usted, que ya había tomado partido y, entusiasmado con la posibilidad de una definición, ahora se siente estafado y alega ausencia de precisión descriptiva.

Bien. Sepa que esta pequeña saga arrima solo historias de miserables. Miserias mínimas. Y para el miserable de ley, un amante califica como tal recién cuando contribuye en forma constante y uniforme con la economía personal. De otro modo es un simple pretendiente, y que dé las gracias.

Además, agrega Martina que Santiago posee una inestimable ventaja cuando se pone en consideración el tamaño de su herramienta amatoria. No es que sea algo determinante en su decisión, pero pesa bastante. Literalmente. Y esos son detalles con los que da gusto convivir. Dice ella.

Sí, que la tiene más grande. Usted es un poco lerdo, ¿no?



Tengan ustedes muy buenas noches.